jueves, 23 de febrero de 2012

Los tesoros de Georgia











¿Donde coño queda Georgia? -me preguntaba todo el mundo a mi regreso. 
- En la quinta leche, les respondía yo.
Efectivamente, Georgia está donde Cristo perdió la alpargata. Encima justo de Turquía. A tiro de piedra de Irán, bañada por el mar Negro. Allí donde siempre estuvo, por mucho que, entre unos y otros, se empeñaran en que no estuviera. Pero ahí está. Resistente, desafiante y orgullosa.
Los georgianos son un pueblo unido, profundamente religioso e increíblemente hospitalario.
Mi llegada a Tiblisi o Tiflis, como prefieran llamar ustedes a su capital, no me brindó demasiado tiempo para actividades turísticas; tan sólo un paseo, a paso ligero, para contemplar su casco histórico y monumental -muy bien iluminado, por cierto- pero sin poder profundizar demasiado entre las callejuelas de piedra de esta antigua ciudad fundada en el Siglo V por algún rey, del cual, seguro que me dijeron su nombre pero que no recuerdo en absoluto.
Lo que si hicimos, para mi regocijo, fue ir a cenar a un restaurante típico llamado "Europe". Espectacular. Es que no se me ocurre otra cosa que decir. La cocina georgiana es una mezcla de culturas gastronómicas. Sus sabores conjugan el exotismo de oriente, la contundencia de la cocina del norte de Europa, con toques mediterráneos e incluso árabes. Es, sin duda alguna, un cocina donde cualquier arqueólogo podría encontrar vetas y reminiscencias de cocinas de numerosas culturas del planeta.
Ni que decir tiene que la comida siempre ha de ir acompañada del excelente vino georgiano, que rivaliza con el armenio para ostentar el título del vino más antiguo de la tierra.
Pero en Georgia, comida y vino van asociados, irremediablemente, a la música y al baile.¡Cuánto baila esta gente! y lo que les gusta cantar ¡es alucinante!.
Después de la cenorra y el vinillo nos esperaban casi cuatro horas por carretera hasta la ciudad de Kutaisi, que hace siglos ostentará el título de capital de este enigmático y desconocido país. ¿Dónde dices que esta Georgia?
Este viaje de trabajo, a penas iniciarse, ya me estaba brindando muy buenas sensaciones.
A la mañana siguiente, junto a mi anfitriona Natia, me esperaba para darme un inusual recibimiento el cura ortodoxo de la parroquia a la que, territorialmente, pertenece la empresa a la que fui a visitar.
He de reconocer que, aunque soy más ateo que Lenin, la cara de ese cura, sonrosada y con barba, me inspiró mucha confianza.
Muy pronto, y antes de que iniciáramos las reuniones de trabajo, el cura se brindó a darme un paseo por toda la ciudad, a lo que, como pensarán ustedes, accedí encantado.
Así que en menos que canta un gallo, Natia, su cuñada Nancy, aquel cura bonachon y yo, nos montamos en su Mercedes y pusimos rumbo al centro de  Kutaisi. La ciudad esta un tanto desmejorada por el paso del tiempo y la falta de cuidados, pero en los últimos años se está comenzando a recuperar su casco histórico y a restaurar sus edificios más emblemáticos.
Los curas, que tiran a las iglesias como las cabras al monte, hizo que "Mamao" que es como, cariñosamente, llamaban mis amigas a "su cura",  nos llevara de iglesia en iglesia y de reliquia en reliquia, hasta que llegamos a un pequeño pero precioso monasterio en lo alto de un promontorio, en el cual, por caprichos del azar, se estaban celebrando dos bodas.
Ese monasterio erigido en honor a dos santos mártires -perdonen que no recuerde sus nombres-, conserva como reliquias en una hornacina, sus dos calaveras. La gracia consiste o se adquiere, en este caso, en pasar por debajo de las calaveras donde se ha dispuesto un estrecho pasadizo por el que hay que pasar sin tocar los lados ni el techo -al menos te dejan pisar el suelo- si quieres conseguir que se te cumpla un deseo o un milagro. A estas alturas seguro que se estarán preguntando si me aventuré a pasar por el pasadizo, la respuesta es sencilla: no. No pasé, no por mi ateísmo recalcitrante, si no por mi conocida rigidez. Si me hubiese agachado para meterme bajo la hornacina, no hubiese necesitado un deseo, si no dos. Uno para ponerme de nuevo derecho y el otro. Así que como sólo conceden un deseo los santos mártires, me ahorre el paseíllo y como dicen en mi pueblo: ¡Virgencica, que me quede como estoy!
De las bodas, tan sólo diré que lo que más me gustó fue el escote de una de las dos novias y un grupo folclórico que cantaba y tocaba música tradicional a la entrada del templo, y, lo que menos, la cara de pena de la oveja que habían entregado a otro cura, a modo de pago u ofrenda por la boda, como suele ser habitual por aquellos andurriales. La oveja balaba como si la fuesen a matar, de lo asustada que estaba la pobrecita, ante tanta audiencia.
Después de la ruta religiosa, comenzó nuestro trabajo, el cual consistió en una presentación de nuestros productos cosméticos a un numeroso grupo de estilistas georgianos. Lo bonito de este trabajo es que permite conjugar la actividad comercial con la educativa y encima viajo por muchos países y me pagan. Soy la envidia de medio mundo. Me siento un hombre muy afortunado.
Una vez finalizado el trabajo nos obsequiaron con una estupenda cena en la que la comida, el vino, la música y el baile, me hicieron pasar una magnífica velada a la que tuve que responder, para no parecer un huevo sin sal, dedicándoles a todos los asistentes, micrófono en mano, unas cuantas canciones del repertorio que manejo para estos casos.
La última noche, antes de mi regreso, me invitaron a visitar una enigmática casa en una ladera de la ciudad de Kutaisi. Según me habían contado en ella se guardaba una enorme colección de antigüedades procedentes del expolio que sufrieron los palacios de los zares y el museo del Hermitage, en algún momento de su historia no determinado. También me recordaron que Stalin, a modo de insinuación, era georgiano, y que eso facilitó, por aquella época, el hecho de que muchos georgianos adquirieran puestos de relevancia que permitieron la llegada de estos tesoros "extraviados" a estas tierras tan lejanas. Por estas razones o por otras, más inconfesables, la casa se encontraba a rebosar de grandes muebles, pinturas, esculturas, cerámicas y joyas cuyo valor en el mercado actual sería muy difícil de calcular. Basta decir que hace un año, un extranjero, compró un enorme reloj de pared en cincuenta mil dólares. 
Lo peor de este viaje ha sido el poco tiempo que he podido disfrutar de este increíble país y su maravillosa gente. Me quedo con las ganas de visitar el Mar  Negro, sus montañas, sus pequeñas y recónditas aldeas, y sobre todo, poder seguir disfrutando de unas gentes tan alegres y hospitalarias.
Si algo grande hay en este país eso es su gente.

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