sábado, 26 de mayo de 2012

¡Viva México, cabrones!



Cuando ya siento el trasero adormecido de estar sentado más de siete horas y media en un Airbus de Iberia sobrevolando el Atlántico rumbo a México, he decidido escribir un rato. No sé si ustedes han escrito mucho sobre el liliputiense teclado de una BlackBerry, pero les diré que no es nada aconsejable.
No existe un país en el mundo que ame y odie tanto como a México.
Los últimos trece años de mi vida, en cierta medida, gravitan a su alrededor, por motivos profesionales y por motivos puramente emocionales. Soy tan gilipollas que no consigo separar esos dos matices en mi convulsa existencia. El binomio profesión-emoción conviven, perfectamente, en mí como la sombra que me persigue, sin permiso, desde que tengo uso de razón.- Lo de que tengo uso de razón es un decir, no lo tomen ustedes, por favor, al pie de la letra.-
Odio los aviones con todas mis fuerzas. Me dan náuseas sus bandejas de comida plastificada y pestilente. Me provocan claustrofobia sus retretes. Me apenan sus veteranas azafatas y me provoca mucho asco la moqueta azul del piso rebosante de ácaros y otras bacterias de altos vuelos.
Cuando vuelo a México me fijo, de manera incontrolable,  en las monjas y sus llamativos atuendos, en los niños pequeños que lloran sin consuelo con sonido estereofónico, en las mujeres en edad de merecer que no merecen y en los tipos duros con cara de narcos, que, probablemente, no lo sean tanto y, por el contrario, sean más buenos que un pan de carrasca recién hecho.
En ocasiones me obsesiono con el aspecto de algún pasajero sobre el que improviso historias imposibles de novela negra. Otras veces, si me invade la nostalgia, me acuerdo de mi esposa o de mi hija, o de mi madre -que continúa en el hospital-, o de mi padre contando historias confeccionadas, deliciosamente, para justificar lo injustificable.
Los incontables viajes a México me han marcado a fuego como a una res. Detesto los tacos y el ceviche tanto como adoro el pozole, la arrachera o un rico huachinango a la veracruzana. No puedo tragarme el tequila y me apasionan la horchata del quiosco que hay frente a la Catedral de Villahermosa y el pumpo helado de Las Pichanchas de Chiapas, donde gritan todos los meseros al unísono: ¡Una de pumpo! Comería, a diario, en el Rey del Cabrito de Monterrey, o en el Restaurante Vasco del zócalo de Oaxaca. Me bañaría, eternamente, en un cenote de Yucatán antes que ir a la zona hotelera de Cancún, donde nunca encontré nada que me sorprendiera más allá de los vómitos de los gringos adolescentes.
Me he sentido, en infinidad de ocasiones, un improvisado invitado a cientos de lugares donde coexisten, en perfecta simbiosis,  la magia y la violencia; la más increíble y  profunda calidad humana y la más desgarradora y despiadada crueldad.
Creo que, por más viajes que pudiera seguir haciendo, en los próximos años, a este enigmático y paradisíaco país, nunca llegaré a comprender, lo suficiente, su lógica y su laberíntica idiosincrasia.
Si viajara toda mi vida a esta enorme y fascinante nación multicultural nunca dejaría de ser un mero espectador y un pinche extranjero más del que desconfiar.
Hace algún tiempo celebré mi cumpleaños en San Sebastián Etla. Mis compañeros me regalaron un cake “envenenado", con una leyenda escrita con un sucedáneo de chocolate, en el que se podía leer: ¿Soy mexicano, y qué?
Nunca entendí, muy bien, el sentido de esa pregunta trampa, como nunca entenderé muchas otras que: cada vez que viajo y que regreso de este país, me planteo obsesivamente.
¡Ay, México!. De nuevo en México… Faltan más de dos horas para tomar tierra en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez y ya te siento en mi pecho. ¡Viva México, cabrones!

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