sábado, 2 de junio de 2012

La historia del hombre menguante


A veces me siento grande y otras veces una pulga sobaquera. Cuando me siento grande salgo a vacilar por Alfonso X, entre la sombra de los viejos plátanos y las mesas de las heladerías. Quiero que todo el mundo admire, con asombro, mi dicha y mi altanería. Por el contrario, cuando me siento pequeño, me quiero esconder bajo una mesa y no salir hasta que el complejo se me desvanece. En ocasiones, cuando no tengo una buena mesa a mano, me meto en un armario, hasta que se me pasa lo pequeño, y me entretengo escuchando a la carcoma devorar la madera y a las polillas las mangas de los suéter. 
Cuando las mangas se ven muy feas mi madre las corta y me hace chalecos. Como hay muchas polillas en mi casa en invierno paso mucho frío, por eso tengo más chalecos que la mayoría de mis amigos. En realidad no me preocupa demasiado porque no tengo muchos amigos, ni ganas de tenerlos.  En el colegio todos se burlaban de mi cuando era pequeño y, sin embargo, cuando estaba grande, todos se escondían espantados al verme. Me gusta ser más grande que pequeño. De hecho, si pudiera elegir me quedaría siempre así y jugaría al baloncesto, pero como lo mío no tiene mucha lógica y lo mismo mido dos metros quince que un metro y medio, he decidido no hacer deporte y alimentarme de Cheetos. Hubo un tiempo en el que solamente comía helados de vainilla y chocolate, pero lo tuve que dejar, ya que, en invierno, siempre andaba constipado y cuando estoy constipado menguo con más asiduidad que cuando no lo estoy.
Ni mis padres ni los doctores me han explicado nunca el motivo de mis fluctuaciones de tamaño. Al principio me llevaban a la unidad de enfermedades raras, así que yo asumí que era un niño raro. De hecho, me contó mi mamá que, al poco de nacer, cada vez que me daba de mamar y me dejaba en la cuna, comenzaba a crecer de tal manera que las piernas me salían de entre los barrotes. Después, conforme se iba pasando el efecto del alimento me iba encogiendo ante la perplejidad de mis progenitores y del asombro de la numerosa audiencia que, por aquellas fechas, ya iba acumulando.
Hubo un tiempo que estuve tentado para trabajar en un circo. En él también actuaban -lo de actuar es un decir-: la mujer barbuda y el hombre con la cabeza más grande del mundo. Al final no me terminé de decidir porque nunca me ha gustado mucho viajar. En realidad, me gusta viajar cuando estoy grande, pero cuando estoy canijo me canso demasiado. 
El sexo sólo lo práctico cuando estoy en creciente -por razones obvias- y práctico el celibato en mi fase menguante -por razones obvias- como es fácil suponer.
Mucha gente que me conoce me compadece y, mucha otra, me admira. Aparezco en los anales de la medicina y en el libro Guinness de los récords. Cuando estoy grande práctico sexo a tutiplén, y cuando estoy chico descanso y como Cheetos.
Vivo con mi madre, pero me mantiene una viuda que pasó treinta años casada con un señor que no se la encontraba ni para orinar, y a la que, únicamente, visito en mis días de gracia.
Reconozco que no soy normal, pero como ustedes comprenderán:¡ni falta que me hace! A muchos les va peor que a mí.

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