viernes, 26 de junio de 2015

Las carpas de Pekín


Este avión chino se mueve como si estuviera atravesando por un tifón. Vuelo de Pekín a Xian aún sin creerme demasiado, ni creer demasiado, en este viaje de trabajo. China, qué grande es China. Cuántos chinos hay en China. Por la gloria de mi madre, estoy en China. Por los caprichos del destino, estoy en China. Por una empresa que nos quiere comprar muchos tintes, estoy en China. Porque me tocó a mí la china, estoy en China.
Surco los cielos entre turbulencias dignas de cualquier atracción de feria para quinceañeros. Esta mañana he paseado por calles humildes de Pekín. He visto cometas en el cielo. He conocido sus barrios obreros. Sus baños públicos. Sus mercados pestilentes. Calles repletas de gente de toda condición. Más Ferraris y Maseratis de los que haya visto nunca en ningún otro sitio. Y sus chicas del Manga al más puro estilo japonés. 
La contaminación abrasaba mi garganta e irritaba mis ojos. Una capota de plomo impedía que el sol llegara hasta el suelo. El ambiente era como un gris de fontanería. Aquí la vida discurre entre una amplía paleta de grises. Pekín, no es amarilla, es gris y está repleta de banderas rojas.
Me han querido vender una tortuga de tres kilos por noventa euros. Ella, la tortuga, me miraba con ojos de ternura, como reconociendo en mí al enamorado a los quelonios que fui, o como oliendo, con su puntiaguda nariz, el rastro de mi antiguo carnet de Greenpeace. El chico que la vendía ha dicho que esa tortuga, bien cocinada, es un manjar de dioses. Le he tomado fotos. Le he sacado un video antes de que pereciera hirviendo en un cocido pekinés de tortuga, y termine en la panza de un tipo con Ferrari y traje de Armani, que fuma habanos, tiene una novia operada de los ojos, las mandíbulas, y los pechos, y vende sus productos de imitación en medio mundo.
He comido pato laqueado y me han dado un masaje por venganza. La chica, diminuta y frágil en apariencia -no creo que pesara mucho más de cuarenta kilos-, me ha dado un tunda de pronóstico reservado, como si pretendiera vengarse de alguien zurrándome a mí. Eso sí, me ha dejado como nuevo. Tal vez hace tiempo necesitaba que alguien me diera una paliza de ese calibre. El fisioterapeuta al que suelo ir, de vez en cuando, me trata con demasiada ternura, excepto a la hora de cobrarme.
Las turbulencias perduran. Mi estómago está tan revuelto como el estanque repleto de carpas que había en los jardines del hotel Asia en el que he estado alojado estos días atrás. Siento mi cuerpo lleno de carpas. El avión se balancea con violencia y se escucha un atemorizado murmullo entre los pasajeros. El Ipad baila bajo mis dedos que se esfuerzan por encontrar las teclas adecuadas sin mucho éxito. Una azafata dice primero en chino, y después en inglés, que permanezcamos sentados y con los cinturones de seguridad abrochados. Pese a todo, estoy tranquilo ya que las azafatas reparten las bandejas de comida como si tal cosa y las carpas que llevo dentro de mi estómago comienzan a removerse, con más ahínco si cabe, al olor de la comida.
Estoy feliz de estar en China disfrutando de las turbulencias y con mi cuerpo repleto de carpas multicolor. No he visto Tiananmén, ni la Gran Muralla China, ni sus templos budistas, tan sólo he visto gente. Mucha gente. He mirado sus rostros. Me he fijado en sus miradas, en sus gestos, en cómo visten, en cómo viven, en las grandes diferencias y similitudes que tienen conmigo. Les miro como un psicólogo de masas, como un analista de mercados, como un viajero fatigado, como un fisgón ávido de cotidianidad.
Me ha causado gran impresión la radicalidad en la que ha degenerado el sistema político en el que se supone que viven aquí. Ricos, riquísimos,  y pobres, pobrísimos. Ferraris versus bicicleta oxidada. Mansión o comuna. Lujo y harapos. Caras ostentosas frente a rostros sumisos y esquivos. Comida de autor o bazofia. Cruzar tan sólo una calle supone pasar del comunismo más espartano al capitalismo más salvaje.
El mundo nunca deja de sorprenderme. Yo, con casi cincuenta años, sigo mimando al niño que amaba a las tortugas que llevo dentro. Eso me ayuda a seguir sorprendiéndome por todo. Perduran las turbulencias. Las azafatas, muy lindas ellas, dicen cosas en chino que no entiendo. Mientras busco la manera de entenderlas, me doy cuenta de que me paso la vida intentando entender a los demás, intentando entenderlo todo, y, ahora, como presuponía antes de iniciar este inesperado y maravilloso viaje, intentando comprender a China. Qué suerte la mía, que me enfrenta, a cada rato, a retos tan difíciles de entender como de superar. ¿Alguien sabe cómo puedo sacarme estas carpas de aquí?. Es que no me dejan dormir...

4 comentarios:

  1. Estudias en la mejor universidad del mundo , la universidad de la vida . Entiendes cosas que solo se pueden entender estudiando en esas aulas con alas que te llevan de clase en clase con un sin fin de profesores que te hablan en nose cuantos idiomas .
    Ríete tú de cualquier politécnica.........
    Las carpas te las podrías sacar del estomago en un buen wc, al lado de un buen río para que puedan seguir su curso

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    1. ¡Qué bonito y profundo comentario, Mario! Mil gracias.

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  2. Con todo lo que llevas vivido y conocido, nunca has pensado en escribir una autobiografía? Sería muy interesante y divertido de leer, y como bien dice Mario de la Universidad de la Vida en la que todos estamos inmersos, unos mas que otros por circunstancias dispares. Atrévete puede ser un punto....salu2.

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  3. Pepe en España, Pepe en México, Pepe en Holanda, pep en cuba, Pepe en china, saca las carpas donde te de la gana siempre y cuando nos relates como salieron ! Lo vivido es mejor aprendido y apreciado se te va la pinza queriendo entender al mundo sin saber que conoces mas que 100 hombres mi jose cada relato tuyo es como hacer cardio para oxigenar mi cerebro un abrazo . maryperas

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