miércoles, 23 de septiembre de 2015

A quemarropa


Malvivíamos en el Barrio Chino de Barcelona. Poco teníamos que perder que no hubiéramos perdido ya. Entramos. El garito estaba lleno de humo procedente del tabaco y de otras hierbas más aromáticas ávidas de combustión. De música de fondo podría sonar algo de jazz, con viento y cuerda, o mejor sin cuerda. Aunque sin cuerda no sé si se podría hacer buen jazz. Seguro que sí, pero yo que sé. Dejemos la cosa en paz. Sonaba la banda de Woody Allen. Al dueño del local le iba el rollo cinematográfico, las galas de los Oscar, y de los Goyas, las alfombras rojas, y toda esa parafernalia. Iba de ese palo. Por lo visto, hacía casting con chicas con ganas de hacer películas quitándose la ropa a la primera de cambio, o con más hambre que el perro de un ciego. Iba de promotor, en plan guay.
Nosotros estábamos en una mesa apartada de la barra. Casi en penumbra. El dueño no tenía ni idea de quienes eramos, ni de a qué veníamos. La música, fuera cual fuera, llegaba hasta nuestros oídos suave y aterciopelada. El dueño del antro estaba en la barra hablando con una de sus nuevas víctimas, a las que filmaba con una cámara de super ocho, que había comprado en Andorra, y por la que había pagado menos de cincuenta mil pesetas. 
Luego trapicheaba con las cintas con sus clientes más allegados y ganaba más dinero con eso que poniendo cafés y cubatas de garrafón que te reventaban el hígado. Los clientes nunca supieron que era él mismo quién las filmaba, pero yo sí lo sabía.

-¿Has traído lo que te pedí? -pregunté a Joan.
-Sí. No ha sido nada fácil, pero aquí lo tengo. En el Barrio Chino, teniendo dinero, se consigue cualquier cosa - respondió.
-¿Cuánto has pagado por él? -quise saber.
-Mil duros -exclamó.
-Sabes que no me gusta que me hables en duros, háblame en pesetas, por favor -le pedí.
-Cinco mil pesetas -me aclaró.
-¡Ah! Pues no es mucho. Pensé que sería más -le confesé.
-Yo sé comprar. Otra cosa no, pero comprar siempre se me ha dado bien -presumió Joan.
-A ver... déjame verlo.  Estoy tan ansioso que me pica el dedo. ¿Lleva lo que tiene que llevar? -le consulté.
-Sí, viene bien cargadito de truenos -me aseguró.

Entonces fue cuando Joan sacó una caja de la bolsa de deporte que portaba y me entregó el encargo. El objeto venía envuelto en plástico. Lo quité. Después tenía un segundo envoltorio de papel. Lo quité. Y ante mí apareció aquel revólver, más viejo que Cascorro, pero aún capacitado para zanjar una deuda entre caballeros. 

-¿Van las seis balas? -quise asegurarme.
-¡Qué sí,coño!. Compruébalo tú mismo -me respondió.
-Prefieres quedarte a ver el espectáculo o te marchas ya -le planteé a Joan.
-Mejor me quedó aquí a ver cómo se da el asunto. Nunca se sabe cómo pueden acabar estas cosas... -contestó.

Sin más preámbulo, me dirigí a la barra como el que se dirige a una charcutería. La chica acabada de terminar la entrevista y se guardaba en el bolso el miserable anticipo que solía dar a las chicas antes de cada grabación. 
El del bar se percató de que me aproximaba. Se dio cuenta de que mis ojos no miraban por mirar. Creo que le dio tiempo a orinarse encima. El ambiente estaba tan cargado como un tren de mercancías. El jazz sonaba a réquiem.

-¿Recuerdas a Nuria, la rubia que lleva un colibrí tatuado en el culo, y que ahora disfruta toda la ciudad? -le pregunté, mientras mi mano rebuscaba, en la parte de atrás de mi pantalón, el viejo revólver cuya mortífera leyenda estaba a punto de reestrenar. 
-Ni idea. No sé de qué me está usted hablando -dijo con los ojos abiertos como platos.
-Sí. Sí sabes. Claro que lo sabes...La chica que contrataste para limpiar por la noches y que acabó siendo una de tus estrellas más rentables.
-No sé de qué me está hablando. Creo que te equivocas -me dijo con el rostro descompuesto y la voz temblorosa.
-No. Nada de eso. Tú fuiste quien se equivocó, y los errores se pagan.
Y, sacando el arma, le descerrajé seis tiros a quemarropa. 
Lo confieso: nunca fui un gran conversador. A veces me sobraban las palabras, y en otras, sin embargo, me faltaban. No sé, a santo de qué, salgo yo ahora contando esta historia que pasó hace tanto tiempo. El otoño me llena siempre de nostalgia.
Años después, Nuria se cansó de mí y se casó con un prejubilado de la banca que tenía cincuenta y cuatro años, y un apartamento en Torrevieja. Era uno de los clientes del garito que más cintas compraba.
Yo aún conservo el revólver. Y confieso que también alguna cinta.


5 comentarios:

  1. Buen relato, una de los antiguos y queridos ganster....con un buen ajuste de cuentas..

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  2. Yo creo que la culpa de todo fue del chachachá , que era lo único que no sonaba en ese antro . Bueno , y de NURIA , que también sería algo pendejo

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  3. Nuria... me gusta ese nombre ; cuentame algo esto lo soñaste despierto? o dormido?

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    1. Dormido ni sueño....sólo ronco, bocabajo, despatarrado, como si hubiera caído del techo.

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