sábado, 14 de noviembre de 2015

Escuché la canción del viento


Para variar, estoy dentro de un avión. Vuelo. Afuera todo está oscuro, pero si me esfuerzo llego a divisar las luces de alguna población a caballo entre Alemania y Polonia. Tengo muchos mocos. Tantos que he gastado todos lo pañuelos de papel que llevaba, y casi todo el contingente de papel higiénico del aeropuerto de Berlín. Entre tanto, he leído la primera novela que escribió Murakami y que recientemente se ha publicado en España. En "Escucha la canción del viento" he encontrado resumido todo el universo murakamiano. Y, en cierto modo, el mío.
Tengo más mocos. No sé de dónde puedan salir tantos mocos si ayer me encontraba mejor que un forense en el depósito de cadáveres.
Los aviones, los aeropuertos, y las azafatas, siempre son para mí una gran fuente de inspiración. Las azafatas, tal vez, por motivos menos metafísicos pero no por ello menos interesantes para la literatura universal.
Leer a Murakami ha cambiado mi forma de entender la vida y la literatura. Viajar tanto me ha hecho un hombre de mundo. Amar tanto me ha enseñado a desprenderme de todo. Amo lo que hago. Amo a mi gente. Amo a las azafatas. Amo al vino de Jumilla. Y al de Bullas. Y lo mismo que espero de las azafatas, que es nada, espero de todos los demás. El no esperar nada de los demás me ha hecho libre. Vivir para los demás, sin esperar nada de nadie, como un dogma teológico. Entregarlo todo. Hasta el resuello. Sin embargo, del vino lo espero todo.
En el prólogo de esa novela, que viene junto a otra que lleva por título "Pinball 1.973", en una especie de dos por uno, Murakami describe sus inicios como escritor. Comenzó a escribir en japonés a mano. Luego decidió mecanizarse y, para ello, utilizó una vieja máquina de escribir con caracteres ingleses. Escribir en inglés, le obligaba a sintetizar muchos sus exposiciones, de tal manera que su forma de escribir nació condicionada por una cuestión meramente logística. Otra casualidad fue enfrentarse a un concurso de escritores noveles y ganarlo. De no haberlo ganado, probablemente, esa novela, de la que no se había quedado ni con una copia -palabras textuales del autor-, "Escucha la canción del viento" ahora dormiría el sueño de los justos en algún cajón, y Murakami seguiría regentando un café, pinchando discos de jazz, y leyendo como un malvivo.
Yo escribía mucho, en la vieja barra de acero inoxidable del Bar Josepe, ante las absortas miradas de unos clientes que, en su mayoría, jamás habían visto escribir a nadie salvo cuando un policía municipal les ponía una multa. Allí comencé a reescribir mi propia historia que, a la postre, me llevaría a abandonar al Bar Josepe para siempre.
En los bares, suene jazz, o no, como música de fondo, todo puede cambiar en un instante por el simple hecho de que a cada minuto entra una persona con una historia bajo el brazo que se confronta con la tuya, y esa confrontación espontánea lo puede cambiar todo. Los bares son estaciones con destino incierto en los que se cuece más energía que en una central nuclear. Tan inciertos como este vuelo, o como este viaje, o como este relato.
El avión comienza a bajar. Miro por la ventana y veo las luces de Varsovia. Guardo el libro de Murakami en mi bolso de mano. Todo en la vida es incertidumbre y camino. Me sueno por enésima vez los mocos. Pongo punto y final. 

1 comentario:

  1. Así es José. Quien vive para los demás esperando algo ha cambio termina defraudado, que mejor que hacer las cosas por amor y desinteresadamente, así, lo poco o mucho que se recibe es gloria bendita.
    Saludos

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