miércoles, 3 de febrero de 2016

Bataclán


No entiendo ni papa de francés. Hace unos días pasé por la puerta de la fatídica Sala Bataclán, en París, y escribí estas letras, mientras esperaba el avión que me llevara a Bruselas, desde el pequeño aeropuerto de Estrasburgo. No fui a dar una conferencia al Parlamente Europeo, que ya me hubiera gustado a mí decirles cuatro cosas a sus señorías, fui a asuntos de pelos, que es de lo que vivo.
Mi profesión es lo que tiene, me arrastra de acá para allá en un viaje continuo en el que la gente, sus idiomas, sus culturas, y sus paisajes se me impregnan aún sin querer. Y van pasando los años y soy de todos ellos. Mi empatía me mimetiza como un camaleón. En el fondo, aunque sea muy en el fondo, debo tener algo de camaleónico.
Siempre me agradaron los camaleones. Cuando hice la mili en Alcantarilla, me tropecé con un legionario, que tenía más años que el palo de la bandera, que llevaba un camaleón en la hombrera. Aunque yo siempre fui más de tortugas, las veo más prudentes, y con la lengua menos afilada, y menos fisgones, que sus primos lejanos los camaleones. 
Hablando de reptiles, en Estrasburgo, me invitaron a comer en el Restaurante Ou Cocodrile, que pasa por ser uno de los más prestigiosos de la ciudad. La comida bien, tiene su gracia, pero sentí desfasado, y un poco fuera de lugar, que, al entrar, en todo lo alto, te reciba un cocodrilo del Nilo disecado. ¿Pobrecito, no?. Me pareció de otra época. 
De pequeño, mi tortuga Tomasa, con su silencio y su tosquedad, me obligaba a una entrega generosa sin esperar nada a cambio. En realidad, ella, de vez en cuando, me obsequiaba, de forma cariñosa, con alguna cagada blanquecina y poco más. Tomasa iba un poco a su bola.
Lo mejor para entregarse a los demás es no esperar nada a cambio. Cuando sientes que alguien está en deuda contigo -y no me refiero a las materiales, que esas sí hay que intentar cobrarlas- todo se enrarece hasta el extremo de provocar que la relación pierda su auténtico sentido y nos perdamos muchas oportunidades, y muchas experiencias que ya no suceden, que ya no se crean, y que, por tanto, nunca existirán.
En la comprensión, la empatía, y la colaboración, aflora todo un mundo de posibilidades; fuera de todo egoísmo, dejando a un lado al tan sobrevalorado YO, para dar paso al devaluado y tan necesario NOSOTROS.
La unión hace la fuerza y la desunión nos debilita. Hace mucho que prima la individualidad frente a la colectividad y desde que esa tendencia se ha instalado en la sociedad, creo, bajo mi modesta opinión, que nos va mucho peor.
Las personas, al margen de la tecnología, que también, somos seres sociales. A poco que nos acercamos, unos a otros, rápidamente encontramos puntos en común, afloran los afectos, las ideas, los proyectos, y las oportunidades. 
Pero para que surja todo eso hace falta cultura; cultura para saber diferenciar lo verdadero de lo falso, dejando a un lado los tópicos, y mirando al prójimo a los ojos. 
Por eso, desde el principio de los tiempos, las personas hemos ido creando cultura, con el afán de entendernos, con el afán de superarnos, con el afán de no matarnos.
La incultura y el egoísmo siempre acaban tomando las armas.

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